Veinte de enero. Seis de la mañana, hora arriba hora
abajo. Me largo. Salgo de lo Viejo y enfilo hacia Loiola, a casa, el
camino de toda la vida. A pata, como en los viejos tiempos.
Voy solo. Después de una noche así se pasea fenomenal
solo, con la chupa abierta porque llueve como tiene que llover, sin
parar pero suave. Un lujazo.
No andan más que cuatro gatos. Llego al puente María
Cristina -el de la estación de Renfe no el del hotel, a ver si nos
aprendemos los nombres- y cruzo. Me ato la cazadora, que tampoco es eso.
Las manos en los bolsillos. Acelero un poco y enfilo hacia el paso
subterráneo de Atotxa. En tiempos era el momento crítico del viaje, un
sitio oscuro y más de una vez peligroso. Paso tranquilo, más solo que la
una.
Dejo atrás la entrada a Cristina Enea y empiezo a subir.
Llego a la altura del Bukowski y no paro. Sigo para arriba con la chupa
abierta otra vez. Corono el alto de Egia en un estado de forma
excelente. Pletórico. Más fresco que una lechuga.
Empiezo a bajar con el aire de cara, por terreno conocido
y se me nota. No hay nadie y empiezo a cantar a los Smiths, «Ask me,
ask me (oh yeah, lala, lara lala...)» -los paréntesis son míos-. Cruzo
el puente, llego a la curva del Urki y me hago un interior a mí mismo al
cruzar la carretera, como Valentino Rossi en el sacacorchos. Me falta
poco para dar las gracias al público por sus aplausos.
Frontón, Kultur Etxea, paso por debajo del Topo y entro
en el barrio. Al llegar a la altura del bar Elizalde saludo a Iñaki,
aunque no le veo. Le saludo igual. ¡Aupa, Iñaki! Y en ese mismo momento
me doy cuenta: ¡¡¡¡¡Mecagüen la @$%+&**!!!! ¡Pero si ya no vivo
en Loiola! Joder, joder, joder. ¿Y ahora cómo coño pillo un taxi?
Iñaki Izquierdo - DV - 27-01-2012
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